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Quién Diseña la Ciudad: Entre la Visión Pública, el Capital Privado y la Vida Ciudadana

  • Foto del escritor: Carlos E. Gimenez
    Carlos E. Gimenez
  • hace 5 minutos
  • 10 Min. de lectura

Asunción atraviesa una etapa de madurez urbana. El crecimiento del mercado inmobiliario, la profesionalización de los desarrolladores y la necesidad de un nuevo marco regulatorio abren la oportunidad de construir una visión común entre municipio, inversores y ciudadanía.


Asunción

Asunción y Gran Asunción han crecido mucho más rápido de lo que su estructura institucional y sus herramientas de planificación pudieron anticipar. Durante las últimas tres décadas, la expansión urbana se dio de manera fragmentada, impulsada principalmente por la iniciativa privada y las oportunidades del mercado, mientras el planeamiento público quedó atrapado entre la lentitud burocrática, la falta de actualización normativa y la ausencia de una visión metropolitana. El resultado es una ciudad que avanza, pero sin un rumbo colectivo claramente definido. Hoy, cuando el mercado inmobiliario paraguayo alcanza su etapa de mayor madurez y los desarrolladores despliegan proyectos cada vez más ambiciosos, el debate sobre el planeamiento urbano vuelve a ocupar un lugar central: ¿cómo equilibrar las prioridades del municipio, los intereses del desarrollador, las necesidades del ciudadano y las expectativas del inversor?


El Plan Regulador de Asunción, promulgado en 1994, fue en su momento un avance significativo: introdujo criterios de uso del suelo, alturas máximas, coeficientes de ocupación y normas para ordenar el crecimiento de la ciudad. Sin embargo, el contexto urbano, demográfico y económico de aquella Asunción ya no existe. En los más de treinta años transcurridos desde su aprobación, más de 200 ordenanzas municipales fueron modificando sus disposiciones originales, muchas veces de forma aislada y sin una coherencia integral. El resultado es un marco regulatorio fragmentado, con superposición de normas y contradicciones entre distritos, que genera incertidumbre tanto para los técnicos como para los inversores. Las decisiones sobre densidad, alturas o retiros se interpretan caso por caso, dependiendo de cada expediente o criterio técnico, lo que refleja la falta de un modelo urbano común.


Esta dispersión normativa se agrava cuando se observa la falta de articulación entre municipios vecinos. Asunción comparte sus bordes urbanos con Fernando de la Mora, Lambaré, Luque y Mariano Roque Alonso, pero cada jurisdicción aplica reglas propias, sin coordinación efectiva. Esto provoca que los proyectos se definan muchas veces por conveniencia normativa antes que por lógica territorial. La ausencia de una visión metropolitana impide pensar en una infraestructura integrada, en sistemas de transporte coherentes o en un uso racional del suelo. La ciudad real, esa que viven y transitan millones de personas cada día al moverse entre municipios, no reconoce fronteras administrativas, pero la regulación sí.


En este escenario, el municipio se encuentra en una encrucijada. Su rol ya no puede limitarse a autorizar planos o verificar cumplimiento de normas; necesita transformarse en un verdadero gestor urbano, con una mirada técnica, multidisciplinaria y a largo plazo. Eso implica recuperar la función del planeamiento como instrumento de desarrollo, no como obstáculo. En ciudades donde la planificación y la inversión privada se complementan, como Montevideo, Buenos Aires o Santiago de Chile, el municipio actúa como articulador, no como freno. El desafío para Asunción es evolucionar de un esquema de control burocrático a uno de planificación colaborativa, donde las políticas de uso del suelo, la infraestructura y la movilidad se definan de manera conjunta con los actores del mercado y la ciudadanía.


En el debate sobre el planeamiento urbano, las intenciones más progresistas suelen chocar con la rigidez de un marco normativo que no evolucionó al mismo ritmo que la ciudad. Un desarrollador, con proyectos relevantes en los barrios Recoleta y Manorá, lo resumió con una experiencia concreta: en uno de sus emprendimientos, su equipo proyectó una planta baja con locales comerciales, no como una fuente adicional de rentabilidad, sino como una forma de ofrecer una experiencia de usos mixtos que generara vida urbana y servicio al entorno. “Queríamos que el edificio aportara algo a la calle, que la planta baja no sea un muro ciego sino un espacio de encuentro”, relató. Sin embargo, al intentar materializar esa visión, el Plan Regulador lo penalizaba: incluir comercios en planta baja reducía automáticamente la altura máxima permitida, y con ello la viabilidad económica del proyecto. “El Plan Regulador me castigaba si hacía eso.”, sintetizó.


Este tipo de situaciones expone una contradicción profunda: el sistema normativo no premia el “hacer ciudad”. No incentiva la integración de usos, ni la mezcla funcional, ni el aporte de los proyectos al tejido urbano existente. Las reglas fueron diseñadas para controlar la excepción, no para fomentar la innovación. En lugar de reconocer al desarrollador que busca generar valor urbano, abriendo sus plantas bajas, incorporando comercio de proximidad o creando calles vivas, la normativa lo empuja a la negociación individual y a la lucha burocrática. El resultado es un desarrollo más costoso, menos coherente y muchas veces desconectado de la vida real de la ciudad.


El planeamiento debería premiar la integración, no la fragmentación. Una ciudad con usos mixtos, con proyectos abiertos hacia la calle y con diversidad funcional no solo enriquece la experiencia urbana, sino que genera beneficios concretos: menor dependencia del automóvil, menos tiempos de traslado, mayor seguridad por presencia activa y una mejor calidad del espacio público. Sin embargo, en lugar de alinear los incentivos hacia ese modelo, el marco vigente los contradice.


Por su parte, el desarrollador privado asumió un rol que antes pertenecía al Estado: el de modelar la ciudad. En ausencia de una planificación pública articulada, la estructura urbana se ha ido configurando, en gran medida, a partir de decisiones privadas sobre localización, tipología y escala. Cada edificio nuevo, cada complejo residencial o corporativo, define una pieza del tejido urbano contemporáneo. Los grandes emprendimientos de esta década ya no son simples edificios: son microecosistemas urbanos, con identidad propia, capaces de generar nuevas centralidades, modificar la morfología de los barrios y redefinir la forma en que se vive, se trabaja y se consume en la capital.


Ejemplos recientes como Central Mariscal, Distrito Perseverancia, Palmanova, Aquadelta o Link Center reflejan esta transición hacia una arquitectura de ciudad dentro de la ciudad. En ellos, la escala y la complejidad de las intervenciones exigen una mirada integral que contemple la conectividad, el espacio público, los servicios, la relación con el entorno inmediato y la movilidad. No se trata solo de optimizar metros cuadrados, sino de crear experiencias urbanas coherentes, donde el desarrollo inmobiliario dialogue con la calle y aporte vitalidad a su contexto.


Sin embargo, esta evolución del desarrollador no siempre encuentra correspondencia en el marco regulatorio. En muchos casos, los proyectos que intentan generar valor urbano, abriendo calles interiores, habilitando comercio de proximidad o proponiendo plazas accesibles, se topan con normativas que no reconocen ni valoran ese aporte. La consecuencia es que el desarrollador debe actuar, simultáneamente, como inversor, urbanista y negociador institucional, gestionando cada avance casi como una excepción, cuando en realidad son los ejemplos que deberían marcar la regla.


Aun así, el sector privado ha demostrado una capacidad de aprendizaje y adaptación notable. La nueva generación de desarrolladores paraguayos opera con una visión más global y técnica, apoyada en consultores especializados, estudios de mercado, herramientas de análisis urbano, metodologías BIM y modelos financieros cada vez más sofisticados. Esa profesionalización, sumada al acceso creciente a capital nacional e internacional, ha elevado los estándares del producto inmobiliario, pero también ha hecho visible la necesidad de un marco urbano moderno que acompañe esa madurez.


En los últimos años, alianzas entre desarrolladores y otros actores privados comenzaron a llenar el vacío de planificación que dejó la falta de liderazgo público. Iniciativas como Distrito Norte, Barrio Mariscal o Zona CIT ya no se limitan a promover proyectos aislados, sino que están asumiendo funciones urbanísticas estructurales: planifican infraestructura vial, promueven el ordenamiento territorial, coordinan mejoras de veredas, impulsan la caminabilidad y gestionan la ampliación de redes cloacales y de servicios básicos. En algunos casos, financian incluso estudios técnicos de movilidad, infraestructura, transporte o impacto ambiental que deberían formar parte de la agenda pública.


Estos clusters urbanos están definiendo un nuevo paradigma: el de la autogestión territorial privada, donde la inversión no se limita al proyecto, sino que se extiende al entorno. En Barrio Mariscal, por ejemplo, el trabajo conjunto entre desarrolladores, comercios y propietarios derivó en intervenciones sobre el espacio público, mejoras en la infraestructura peatonal y la consolidación de una identidad urbana reconocible, con una lógica de centralidad compacta y mixta.


En Zona CIT, los desarrolladores impulsaron una transformación integral del entorno, entendiendo que la calidad urbana y la competitividad inmobiliaria avanzan juntas. Contrataron una empresa de análisis de tránsito para la instalación de semáforos inteligentes, reordenaron sentidos viales y ejecutaron nuevas cloacas y desagües pluviales. En conjunto con las autoridades municipales, elaboran un Masterplan urbano que alineará infraestructura, diseño, uso del suelo y servicios, y proyectan contratar una agencia de comunicación estratégica para posicionar la zona como un distrito de innovación. En Distrito Norte, la visión es similar pero a mayor escala: los desarrolladores promueven una planificación territorial integral que contemple vivienda, espacio público y movilidad, impulsando obras de infraestructura como la duplicación de la Ruta 025, cuyo diseño técnico donaron ellos mismos para acelerar su ejecución y demostrar que el desarrollo urbano también puede nacer desde la iniciativa privada.


Lo que estas experiencias tienen en común es una convicción compartida: no hay desarrollo inmobiliario sostenible sin una visión urbana de conjunto. Cada metro cuadrado construido tiene consecuencias sobre el entorno, y cada intervención privada puede ser, potencialmente, una pieza de ciudad. En ese sentido, estas alianzas representan un ejercicio de gobernanza moderna, no sustituyen al Estado, pero lo interpelan, y demuestran que el sector privado está dispuesto a asumir responsabilidades que exceden su perímetro de obra, siempre que existan reglas claras, estabilidad institucional y un marco que reconozca su aporte.


El desafío, entonces, no está solo en construir más, sino en construir mejor: con una lectura sensible del entorno, con visión de largo plazo y con la convicción de que la rentabilidad más sólida es aquella que se apoya en una ciudad funcional, conectada y habitable. Allí donde la planificación pública no alcanza, los desarrolladores, de manera implícita, terminan trazando las líneas maestras del crecimiento. Y en ese punto, la responsabilidad privada se vuelve también una responsabilidad colectiva: la de imaginar y construir una ciudad que no dependa de la improvisación, sino de una estrategia compartida.


El inversor, por su parte, es el termómetro y el motor del ecosistema urbano. Su participación no solo aporta capital, sino también continuidad y credibilidad al proceso de desarrollo. Pero su decisión de invertir depende menos del entusiasmo del mercado que de la certeza institucional. Ningún capital de largo plazo fluye hacia donde las reglas cambian a mitad de camino. La estabilidad normativa, la seguridad jurídica y la coherencia técnica de las decisiones municipales son condiciones tan determinantes como la ubicación o el retorno esperado. En los últimos años, el interés de fondos regionales, grupos familiares y desarrolladores internacionales por Paraguay ha crecido sostenidamente, atraído por el dinamismo del mercado y el bajo nivel de endeudamiento, pero aún se ve frenado por la imprevisibilidad regulatoria y la falta de información consolidada sobre zonificación, trámites y cargas impositivas.


El inversor busca reglas claras, tiempos razonables y transparencia, no beneficios excepcionales. Entiende que una ciudad bien planificada es también una garantía de rentabilidad, porque reduce riesgos y estabiliza los valores de suelo. La confianza no se impone: se construye a través de instituciones que cumplen, procesos que no dependen de interpretaciones individuales y una visión compartida entre lo público y lo privado. Si Asunción y Gran Asunción no logran consolidar ese marco, donde la previsibilidad y la planificación sean sinónimos de desarrollo, podrá atraer capital no solo por sus oportunidades de corto plazo, sino por la consistencia de su proyecto urbano a futuro.


En este entramado, el ciudadano ocupa un lugar tan decisivo como poco visible. Es quien vive las consecuencias diarias de las decisiones, o indecisiones, urbanas: el tránsito, la falta de espacios verdes, la carencia de infraestructura y la fragmentación del tejido social. Pero también es quien se beneficia de los avances, la revalorización de su entorno y la llegada de nuevos servicios. En Asunción, donde las comunidades barriales aún conservan un fuerte sentido de identidad, el ciudadano no es un espectador pasivo del desarrollo, sino un actor que interpreta y reacciona ante los cambios.


Cuando estos se perciben como impuestos o desconectados de las necesidades reales, surge la resistencia; cuando se comunican y se integran al tejido existente, generan pertenencia y orgullo. La ciudad no se construye solo con ladrillos, sino con confianza, y esa confianza se fortalece cuando el ciudadano entiende que el crecimiento no implica desplazamiento, sino mejor calidad de vida. Un planeamiento urbano maduro debería contemplar mecanismos de participación y comunicación que devuelvan a la ciudadanía el lugar que le corresponde: el de coprotagonista en la construcción de la ciudad.


El planeamiento urbano no puede ser un campo de conflicto entre actores, sino un espacio de concertación estratégica. El municipio necesita de la inversión privada para ejecutar obras e infraestructura; el desarrollador requiere del municipio para garantizar previsibilidad; el ciudadano demanda calidad de vida y servicios; y el inversor busca confianza y retorno. Cuando estos intereses convergen bajo una visión común, la ciudad progresa de forma equilibrada. Cuando se desconectan, surgen la especulación, la desintegración y el caos territorial.


Asunción y Gran Asunción se encuentran en un punto decisivo de su evolución urbana. Sus skylines crecen, los barrios se transforman, y los inversores miran con interés renovado el potencial de la capital. Pero detrás de cada torre o cada lote revalorizado, persiste la pregunta fundamental: ¿quién diseña realmente la ciudad? La respuesta no debería ser “el municipio” ni “el desarrollador”, sino “la sociedad”, en su conjunto. Solo un diálogo continuo entre Estado, mercado y ciudadanía puede traducirse en una metrópoli coherente, inclusiva y resiliente.


El Plan Regulador de 1994 ya no necesita una revisión parcial, sino una reformulación completa. Su estructura responde a una Asunción que dejó de existir hace décadas, cuando la ciudad aún crecía hacia afuera y no hacia arriba. Hoy, los desafíos son otros: densificar con criterio, optimizar la infraestructura existente, ordenar los usos del suelo y proyectar una metrópoli más compacta, conectada y sostenible. Seguir ajustando ordenanzas sobre un plan obsoleto solo profundiza la fragmentación y la improvisación. Es necesario rehacer el Plan Regulador desde cero, con base en un mapeo técnico integral que identifique las áreas aptas para una mayor densidad, promueva los usos mixtos y redefina el crecimiento urbano más allá de los corredores viales tradicionales.


El futuro de Asunción, y del mercado inmobiliario que la impulsa, depende de esa capacidad de replantear el modelo urbano desde una lógica contemporánea, donde la planificación no sea una formalidad administrativa, sino una herramienta estratégica de desarrollo. Una ciudad bien planificada no solo mejora la calidad de vida, sino que también protege la inversión, genera confianza y multiplica el valor colectivo. Rehacer el plan no es solo un desafío técnico: es, ante todo, una decisión política, económica y cultural. Solo a partir de una visión común entre municipio, desarrolladores, ciudadanos e inversores podrá construirse una Asunción coherente, humana y preparada para las próximas décadas.

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