Cómo Funciona un Edificio: La Gobernanza, la Copropiedad y la Administración que Sostienen el Valor Inmobiliario
- Carlos E. Gimenez
- hace 1 día
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Una exploración del régimen de copropiedad, la gobernanza edilicia y las responsabilidades compartidas que definen el futuro de los activos inmobiliarios, más allá de la arquitectura y la ubicación.

En el imaginario de muchos compradores de departamentos, la inversión inmobiliaria se reduce a una ecuación simple: adquirir, alquilar, cobrar una rentabilidad y esperar la valorización con el paso del tiempo. Sin embargo, detrás de esa visión simplificada existe un sistema estructural complejo, profundamente normado y absolutamente determinante para el valor de cualquier inmueble. Un sistema que, paradójicamente, es desconocido por la gran mayoría de propietarios e inversionistas: la administración del edificio y el régimen de copropiedad que regula su funcionamiento.
En el Paraguay urbano contemporáneo, donde la verticalización avanza a un ritmo acelerado, el desconocimiento sobre estos temas es generalizado. Los propietarios rara vez comprenden que, desde el momento en que adquieren una unidad, pasan a formar parte de una comunidad con reglas específicas, responsabilidades compartidas y una estructura de gobernanza que define la salud financiera y física del edificio. También desconocen que la forma en que se administra el inmueble es uno de los factores que más incide en la preservación del valor, en la calidad de vida de los residentes y en la rentabilidad futura. Creen que basta con pagar una expensa mensual, como si se tratara de una cuota fija sin mayor profundidad, sin preguntarse qué se está haciendo realmente con ese dinero, cómo se planifica el mantenimiento o qué mecanismos existen para tomar decisiones.
El punto de quiebre suele darse cuando un propietario curioso comienza a notar ciertas inconsistencias: cables sin revisar, sistemas contra incendio sin mantenimiento, obras que nunca se ejecutan, facturas poco claras, o simples señales de deterioro que evidencian la falta de planificación. Ese primer malestar abre, para algunos, una puerta hacia un mundo que nunca habían considerado. Con el deseo genuino de entender cómo funciona el edificio y cómo se administra la inversión colectiva, muchos comienzan a investigar: preguntan cómo se rige la administración, cuáles son los procesos de una asamblea, quién toma realmente las decisiones, qué obligaciones tiene el administrador y de qué manera se controlan los gastos. En ese camino descubren que existe una estructura jurídica que regula todo el funcionamiento: el reglamento de copropiedad.
El reglamento de copropiedad es un documento clave que se redacta antes del nacimiento del edificio y que se inscribe en Registros Públicos. Es, en términos simples, la carta orgánica del inmueble, un equivalente a los estatutos de una sociedad anónima. Allí se establecen los porcentajes de copropiedad de cada unidad, las bases de administración, las relaciones entre los propietarios y la forma en que deben tomarse las decisiones. A partir de ese reglamento se determina cómo se constituye la asamblea, cómo se elige un consejo de administración y cuáles son las obligaciones y límites tanto del administrador como de los propios propietarios. Nada de eso es opcional. Nada es informal. Todo responde a un marco legal preciso.
A pesar de su relevancia, este documento es prácticamente desconocido para la mayoría de los compradores. Muchos propietarios jamás lo leen y, por lo tanto, desconocen por completo cuáles son sus derechos y obligaciones. No saben que, según el reglamento de copropiedad, debe existir un consejo de administración elegido en asamblea, conformado por propietarios y encargado de supervisar todo lo que ocurre en el edificio. Tampoco saben que la administración contratada debe responder a ese consejo, que funciona como un directorio, y no tomar decisiones por cuenta propia. En muchos edificios ocurre exactamente lo contrario: la administración opera sin supervisión, decide contrataciones, realiza compras, maneja presupuestos y ejecuta obras sin la validación formal del órgano que debería dirigir el edificio. Es una distorsión tan común que muchos residentes creen que es la forma normal de funcionamiento, cuando en realidad implica un incumplimiento tanto del reglamento como del sentido básico de gobernanza de una propiedad compartida.
Cuando los propietarios empiezan a involucrarse, descubren también que el buen funcionamiento del edificio no depende solamente de la voluntad del administrador, sino de un equilibrio ordenado entre roles. El consejo de administración, compuesto por personas que deben ser necesariamente copropietarias, tiene la responsabilidad de controlar el presupuesto mensual, aprobar los gastos, supervisar la contratación de proveedores, evaluar proyectos de mejora, garantizar la transparencia de las decisiones y velar por el estado general del inmueble. La administración, por su parte, debe ejecutar lo que el consejo define, asegurar el cumplimiento de la normativa, mantener registros claros, presentar informes periódicos y actuar siempre bajo directivas, no por iniciativa unilateral.
Cuando este sistema falla, los edificios experimentan problemas que erosionan silenciosamente su valor. Las compras se realizan sin control, los proveedores no son evaluados adecuadamente, el personal de mantenimiento no está calificado, los sistemas de emergencia quedan desatendidos, las tareas preventivas se postergan indefinidamente y las pequeñas fallas se acumulan hasta convertirse en problemas mayores. La falta de transparencia genera desconfianza, la ausencia de planificación encarece los gastos y la degradación física impacta tanto en el valor de reventa como en la capacidad del edificio para atraer buenos inquilinos. En términos prácticos, una mala administración puede destruir más valor que cualquier fluctuación del mercado.
El desconocimiento generalizado sobre estos aspectos tiene un efecto adicional: muchos propietarios creen que no tienen derecho a involucrarse. Suponen que la administración “se encarga de todo” y que ellos no tienen voz más allá de pagar las expensas. Lo cierto es que cualquier propietario, incluso aquel que no participa activamente en las asambleas, tiene derecho a solicitar todas las facturas del mes, revisar los movimientos de caja, conocer a los proveedores, verificar si los precios están alineados al mercado y entender en qué se está utilizando cada guaraní. Es dinero de todos y, por lo tanto, está sujeto a control de todos. La administración no puede negarse a entregar información, porque forma parte de un consorcio que tiene el deber de rendir cuentas.
A medida que los edificios crecen en complejidad, la dimensión legal cobra aún más relevancia. Las asambleas deben realizarse respetando estrictamente lo que establece el Código Civil, tanto en términos de convocatoria como de quórum y validez de las resoluciones. Cuando esto no ocurre, cualquier decisión puede ser impugnada e incluso dar lugar a responsabilidades legales. Por eso, en muchos casos es recomendable que un abogado acompañe los procesos de asamblea, revise el reglamento de copropiedad, verifique el cumplimiento de las formalidades y garantice que las decisiones estén respaldadas legalmente. No se trata de burocracia: se trata de proteger al edificio, a los propietarios y a la inversión colectiva.
La cultura de involucramiento que muchos edificios comienzan tímidamente a desarrollar demuestra que, cuando los propietarios se organizan y se conocen entre sí, el funcionamiento mejora de forma inmediata. Las decisiones se vuelven más estratégicas, la transparencia aumenta, los gastos se optimizan y la conservación del edificio se vuelve una prioridad compartida. La administración, lejos de ser un actor autónomo, se convierte en un ejecutor eficiente de un proyecto común. De esa interacción se desprende un beneficio doble: quien vive en el edificio disfruta de un entorno más cuidado y armónico, mientras que quien alquila su unidad obtiene una rentabilidad más estable y previsible gracias a un inmueble bien gestionado y apreciado por el mercado.
En definitiva, involucrarse no es un acto de sobrecarga, sino de protección. La inversión inmobiliaria no termina en la entrega de llaves; comienza allí. Un edificio bien administrado es un edificio que conserva su valor, que envejece con dignidad, que se mantiene competitivo frente a nuevas ofertas y que transmite confianza al mercado. Uno mal administrado, por el contrario, pierde valor, aumenta su vacancia, genera conflictos internos y se convierte con el tiempo en un activo problemático.
Conocer el reglamento de copropiedad, comprender el rol del consejo, supervisar a la administración, exigir transparencia, participar en las decisiones y mantener un diálogo entre propietarios no es opcional: es parte esencial del negocio inmobiliario moderno. En un mercado cada vez más vertical y sofisticado, la salud administrativa de un edificio es uno de los pilares más sólidos para sostener rentabilidades reales y aumentar la vida útil del activo. Lo que ocurre puertas adentro, en las decisiones, en las reuniones, en los balances y en los mantenimientos, es, muchas veces, lo que determina si una inversión prospera o se deteriora.
Gestión, trasparencias y control, es la clave para el buen desarrollo de una administración efectiva en un edificio.
El Inmobiliario agradece a Lincoln González por la información proporcionada para la elaboración de este artículo.